viernes, 30 de abril de 2010

La recepcionista

Con el correr del tiempo y las circunstancias de la vida la imagen de una persona puede ir cambiando infinitamente; eso fue lo que le sucedió a Marcela.

Nació en 1974 en la ciudad de Rosario. Sus padres la enviaron al colegio del barrio, junto con su hermano menor. La vida que llevaban en Rosario era una vida tranquila y a Marcela eso no le gustaba mucho; ella siempre había soñado con ir a Buenos Aires y ser una actriz de la televisión.

Cuando cursaba segundo año del secundario a su padre lo trasladaron a la capital por ello se mudaron todos allí. Con el sueldo que ganaba su padre consiguieron una casa por el barrio de Flores. Marcela y su hermano concurrieron a una escuela privada, a partir de eso comenzaron una vida mucho más parecida a lo que ella siempre había soñado: tenían tele de cable, la casa era enorme y siempre podía invitar amigas a tomar el té o mirar la novela de las siete de la tarde.

Al terminar el secundario Marcela decidió estudiar abogacía, como su padre estaba muy bien ubicado económicamente había decidido que ella no concurriría a la facultad pública, sino que debería ir a una privada. Observando dentro de todas las opciones, Marcela optó por ir a la católica, ya que era la que ofrecía el mejor plan según lo que había estado investigando.

Comenzó primer año muy contenta y se fue haciendo un grupo de amigas. Un día en la fotocopiadora vio a un chico era alto y morocho, le pareció muy lindo pero sabía que como la facultad era tan grande nunca se lo iba a volver a cruzar.

Pero no fue así; Marcela siempre se quedaba después de clase a estudiar en la biblioteca de la facultad por que en su casa no podía concentrarse. En una de esas tardes fue cuando vio por segunda vez al chico. Estaba con una amiga estudiando para un parcial de Derecho Civil cuando lo vio entrar por la puerta de madera; él se acercó a la bibliotecaria y le pidió un libro. Luego buscó una mesa donde sentarse, justo en la que estaban sentadas Marcela y su amiga no había nadie más, así que como era costumbre se acercó y les preguntó si podía sentarse con ellas. Marcela inmediatamente le dijo que sí y a partir de ese momento no pudo avanzar ni un renglón en su lectura: se la pasó observando al chico, la ropa que llevaba puesta, el libro que leía, cómo anotaba, el color de sus ojos… Cuando vio que no lograba concentrarse le pidió a su amiga si la acompañaba a fumar un cigarrillo al patio. La amiga, que no entendía lo que pasaba le dijo que le quedaban tres hojas para terminar el capítulo, que después iban. El chico al escuchar le dijo que, si no le molestaba, él la acompañaba.

Salieron juntos a un patio interno de la facultad y se sentaron en un banco que había, charlaron un rato él le contó que estudiaba recursos humanos, que estaba en segundo año, que era del San Juan, que se había venido par estudiar y que además trabajaba en una oficina como cadete. Ella prestó mucha atención a todo lo que le contaba, pero a su vez se la pasó pensando en si sería la única vez que hablarían. Pero cuando volvían a la biblioteca, él le contó que ese sábado sería su cumpleaños y que lo festejaría en un bar. Al llegar a la mesa le anotó la dirección en un papel y le dijo que podía venir con su amiga si quería.

Llegó el sábado, Marcela estaba muy emocionada; su padre las llevó en el auto hasta el lugar. Entraron y fueron a saludar al cumpleañero; en ese momento un amigo de él sacó a bailar a la amiga de Marcela y así ella se quedó hablando con el chico de la facultad, que estaba mucho más lindo que aquel día en la biblioteca. Estaba con un jean azul y una camisa cuadrillé. Bailaron toda la noche. Para el final de la fiesta el le dijo que le gustaría volver a verla y quedaron en juntarse en la facultad a tomar un café.

Y a partir de allí todos los jueves, que era el día que el no trabajaba, se quedaban. A veces a almorzar, cuando luego se quedaban a estudiar, o si no tomaban algo y él la acompañaba a la parada del colectivo. A los dos meses se pusieron de novios.

A fin de año Marcela recibió una muy mala noticia: debía dejar la facultad ya que a su padre lo habían despedido. Ella, habiendo aprobado todas las materias de primer año con excelentes notas, consiguió una beca. Pero igual la situación en su casa no era buena: su padre no lograba conseguir ningún trabajo, tampoco su hermano, por lo que ella decidió comenzar a buscar uno.

Así es como se introdujo a un mundo donde las cosas no eran tan fáciles como ella pensaba. Debía pasar todo el día recorriendo oficinas, dejando curriculums y lo peor de todo teniendo entrevistas con los gerentes.

Había notado que todos los diálogos finalizaban de igual manera: el gerente dejaba caer su lapicera y esperaba si ella se agachaba a recogerla o si él lo debía hacer. En las primeras entrevistas no entendía porqué siempre sucedía lo mismo, pero luego llegó a una conclusión: los gerentes esperaban algo más de una recepcionista (no sólo que sea inteligente y eficaz) ellos buscaban alguien que se enganchara en su juego, para así hacer más llevadero su trabajo.

Cuando ya había perdido la cuenta de los días que buscaba trabajo y no obtenía respuesta alguna decidió que para el momento que el gerente dejara caer su lapicera ella abriría sus piernas lentamente y dejaría entrever su bombacha con calado negro, y que para cuando el gerente se levantara desabrocharía su camisa para que se asomara el encaje de su corpiño. Así fue como al otro día la llamaron para decirle que había conseguido el trabajo como recepcionista del gerente de personal.

No le contó a nadie lo sucedió allí dentro, y cuando volvió llamó a su novio para hablar de pavadas hasta olvidarse de lo sucedido en la oficina.

Pero no fue tan fácil olvidarlo; al comenzar el trabajo el gerente comenzó a enviarle flores, tarjetas con groserías a su escritorio, a pedirle que ordenara las repisas de más arriba y así poder verle las piernas, entre otras cosas. Nunca se negó a hacerlo, pero siempre pensaba que algún día el gerente se cansaría de acosarla.

Al tiempo Marcela se enteró que habían despedido a una chica. El rumor decía que ella se había negado a recoger unas carpetas que “sin querer” se le habían caído al gerente. Al saberlo supo que siempre iba a tener que acceder a lo que el gerente pidiera. Las ofertas fueron subiendo de tono: primero al pasarle cerca le rozaba la cintura, luego le pedía que almorzaran juntos para luego hacer caer su tenedor y poder ver la bombacha distinta de cada día, hasta que un día le llegó una carta a su escritorio como todas las anteriores, pero esta vez no eran groserías o pedidos, sino tan sólo una dirección.

Marcela estuvo toda la tarde preocupada e indecisa; en un momento recibió un llamado de su madre que le contó llorando que habían puesto en venta la casa y que se muraría a un departamento. Ahí fue cuando tomó la decisión: con todos los problemas que había en su casa no podía arriesgarse a perder su trabajo. Le avisó a su madre que llegaría tarde esa noche.

Fue a la dirección luego de terminar su horario de trabajo, era un hotel de parejas. Como era de esperar el gerente estaba en la puerta. Entraron, cogieron y luego cada uno se fue en un taxi. Marcela no podía creer lo que había hecho, pero se dijo a si misma que cogerse al gerente no era serte infiel a su novio, menos era ser prostituta, sino que era parte de su trabajo, era un sacrificio más. Cada quince días más o menos, Marcela recibía el sobre con las distintas direcciones y junto con ella la idea de renovar su estadía en el trabajo.

El novio de Marcela le había propuesto casamiento; esto había llevado a ambos a dejar de estudiar para comenzar a juntar plata para poder pagarlo. A su vez con los horarios de cada uno, sólo podían verse los martes y jueves cuando él la pasaba a buscar después del trabajo.

Al ser recepcionista del gerente de personal, ella debía hacer llevar formularios a las chicas que buscaban trabajo en la empresa y hacerlas tener las clásicas charlas con los distintos gerentes.

En una de esas entrevistas contrataron a una chica llamada Diana. Marcela se hizo muy amiga de ella, ya que ambas llegaban muy temprano y habían decido desayunar juntas todas las mañanas. Allí Marcela aprovechaba para contarle muchas cosas de su vida, las cosas que pasaban en su casa y cómo iba la relación con su novio.

A Diana fue a la única que le confesó que salía con el gerente de personal y que éste le regalaba cosas que debía ocultarle a su novio o mentir que se las había comprado en alguna rebaja. También siempre le contaba sobre los rumores de las distintas personas a las que iban a despedir.

Un día Marcela se levantó como todos los días para ir a trabaja y vio que había recibido una carta en la que decía que la despedían y que le enviarían en las próximas cuarenta y ocho horas sus pertenencias. Nunca entendió por que había sucedido, pero lo que sí entendió era que debía salir nuevamente a buscar trabajo.

Al finalizar su primer día de entrevistas, le entregaron un papel con un número donde se solicitaban damas de compañía. Se dio cuenta que ya estaba resignada y que al fin y al cabo no había diferencia alguna entre el trato que recibiría de un gerente y el de un explotador. Así que llamó y al día siguiente se presentó en el departamento que la habían citado. Allí tomaron sus medidas y le dijeron que podía comenzar ese mismo día. Ella accedió. Le aterraba la idea de imaginar el momento en que un primer cuerpo de un desconocido se encajara en el suyo, pero sabía que al final del día ya se habría ido acostumbrado, al igual que una camarera se acostumbra a limpiar la mesa dónde otros han comido y han dejado sus restos.

Al llegar a su casa mintió a sus padres y dijo que la habían cambiado de turno en la empresa y que empezaría a trabajar de noche. Esa misma noche, luego de contarle a su hermano que había conseguido otro trabajo, que era mejor porque le pagaban en efectivo al final del día pero que ahora debía trabajar diez o doce horas y llevar ropa más extravagante, recibió noticias de su amiga Diana: había hablado con su hermano y quería saber como estaba. Decidió al otro día llamar a un cadete que era de la empresa y pedirle la dirección de la casa de Diana.

La fue a visitar varios días, la invitó a cenar al cumpleaños de su hermana. Realmente Diana era su única amiga en el mundo y más que eso, era una compañera en quien confiaba y a quien le contaba cosas que ni a su novio le contaba. Además por que Diana también había dejado el trabajo en la empresa y había comenzado a trabajar en un burlesque.

Un día en su trabajo un hombre la golpeó. Luego de allí fue directo a la casa de Diana y le contó todo: “No quería acabar. Cada vez que estaba a punto dejaba de moverse, la sacaba, esperaba un poco y la volvía a meter”. Marcela al principio había pensado que no podía acabar o que quizás deseaba hacerlo en alguna parte de su cuerpo, pero luego al darse cuenta que había pasado media hora le dijo que se apurara que sino debería pagarle la hora completa, allí el hombre se puso furioso. Le dijo que se callara, pero ella como había conseguido experiencia en el trabajo, logró que el hombre acabara. “Siempre se enojan -agregó- pero les da vergüenza y no dicen nada o te insultan un poco y ya sabes que la próxima eligen a otra. Un poco los entiendo porque quieren hacer rendir la plata, pero este hijo de puta se puso loco y cuando me di vuelta me dio una trompada. Igual no quise hacer mucho lío así que esperé a que se fuera y después las chicas vinieron a la habitación a ayudarme”. Diana la cuidó y esa misma noche le contó que estaba intentado conseguir plata para poder realizar una obra de teatro sola, como siempre había querido. Marcela, pensando en la vida que llevaba, en la imposibilidad de casase con su novio que ya casi no veía y que ya estaba sospechando algo sobre su trabajo, decidió ofrecerle todo lo que había juntado para su casamiento. Sabía que tarde o temprano su novio la dejaría al saber a lo que había llegado por conseguir dinero.

Diana en un comienzo no quiso aceptarlo, pero Marcela la convenció con que prefería verla feliz a ella que seguir juntando para una felicidad que no iba a llegar nunca.

Al otro día, Marcela pasó por el departamento donde trabajaba, y donde yo la veía, retiró sus cosas y desde ahí que no he vuelto a saber de ella.

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